viernes, 23 de mayo de 2008

“LA LIGERA”

Creo recordar que en el último capitulo del Capitán Trueno, nos quedamos alisando chapas de refresco, para confeccionar una preciosa cortina. Las tiras de cuerda de pita, se forraban con las chapas dobladas, de forma, que cada tira una vez clavada sobre la tabla que se alojaría en el quicio de la puerta, formaba una colorista y sonora espanta moscas. En el primer despiste de nuestra querida regenta, como esos ratoncillos de campo, que se cuelan por cualquier resquicio, igual, hicimos nosotros entre el postigo y el marco, eludiendo la monótona tarea encomendada, para dedicarnos a quehaceres mas propios de nuestro linaje. Bajamos la cuesta, dirección al río, pasando por la encina del columpio. Si me permitís, haré una breve descripción de esta fantástica atracción. Imaginar un columpio casero, muy rustico, de largas cuerdas hasta la rama que la sostenía, con el desgaste del uso, la rama decapada de su rugosa piel por la fricción, acomodaba a la cuerda que había lijado su canal con el paso del tiempo, haciendo de este columpio uno de los mas rápidos, por su puesto, sin degradar el follaje de la rama, pues los ingenieros que diseñaron su ubicación y fabricación, eran lideres expedientados en tales obras, todo fabricado con materiales artesanos biodegradables, el sentón hecho de un grueso madero, regio y pulido por nuestros traseros, presentaba dos taladros laterales confeccionados con una gubia manual, por donde pasaban las puntas de las cuerdas, un gran nudo en cada punta, evitaba que el madero se descolgara. En esta encina, pasábamos muchos ratos del día y de la noche, dada la proximidad a la casa y por otro lado, lo suficientemente alejada para la intimidad de nuestras conversaciones. Allí, se tramaron infinidad de travesuras, se realizaron cantidad de apuestas, para ver quien saltaba mas desde el columpio en marcha, haciendo vuelos sin motor en aquella cuesta del diablo y en alguna ocasión, se sudo sangre, aguantando con los dientes apretados los envites de Goliat, que hundía sus manos en mi espalda lanzándome contra las ramas mas altas, sin desfallecer en ningún momento, no podíamos ser un gallina, mientras el que empujaba con todas sus fuerzas esperaba oír :-¡¡VALE, NO ME DES MAS!!, para que le tocara su turno. Retábamos a cualquier hijo de conocidos que en algunas ocasiones venían a pasar el día, a los cuales, nosotros considerábamos forasteros, los pobres, cuando veían que le dábamos con todas nuestras fuerzas e incluso pasábamos por debajo del columpio corriendo cuesta abajo mientras empujábamos, chillaban como ratas de laboratorio y luego Iván lloriqueando a su mamá, la cual lanzaba contra nosotros miradas afiladas como puñales. Pero bueno, este no era el caso, decía que bajábamos la cuesta dirección al río, cuando pudimos avistar a nuestros mayores sacando la barca del agua. Digo sacando del agua y no me refiero a poner la barca en la orilla, no, sacar del agua era reflotarla, pues cuando no se usaba por un periodo mas o menos prolongado de tiempo, ésta se hundía para que las maderas se hincharan y de esta forma su mantenimiento en vías de agua fuera innecesario. Eso si, este trabajo requería de tiempo y esfuerzo, ya que consiguiendo inclinar algo mas de treinta grados la quilla, no se conseguía vaciar ni con mucho el cincuenta por ciento de la capacidad de agua que contenía, por lo tanto, el resto del vaciado, se hacia con una lata de esas grandes que entonces había de conservas. Los remos y la bancada, se guardaban en la casa y pesaban bastante, para facilitar su manejo en el tolete que atravesaba el agujero de este, se introducía un manojo de escobas verdes hechas un retorcido entrelazado , consiguiendo también que no chirriara la madera ni se desgastara con tanta rapidez. Después de una travesía, estas quedaban totalmente blancas y ajadas, del machaque tan brutal que recibían en cada ciar. La Ligera, como su nombre indicaba, era una preciosa barquita, de la cual yo guardo mis mejores recuerdos. Teníamos totalmente prohibido navegar con ella nosotros solos, todas las salidas que hacíamos, siempre había algún maestro presente en la embarcación, con ella, cruzamos el río de lado a lado nadando a su par, con ella, hacíamos maravillosas pesqueras en los rincones del Tajo, con ella, navegábamos a playas inaccesibles, que en aquellos entonces, solamente pescadores y nosotros podíamos disfrutar, todavía me parece oír los acompasados golpe de remo, fuertes y hendidos cuando se navegaba en travesía a “La Península”, a “La Isla”, o por el contrario, lentos y sordos, cuando recortábamos algún rincón para su pesca. La Ligera, no tenia grabado su nombre en la amura de proa, pero si en su quilla, al cortar las aguas con la rectitud de un tiralíneas, cuantas veces, en el ocaso, surcábamos las aguas con dirección a lo mas profundo, en el medio del río, para tirar las cuerdas. Este arte de pesca, se practicaba con el fin de seleccionar principalmente a anguilas, pero algunas veces también caían grandes peces. Se ponían una o dos cuerdas, distantes entre si, unos quinientos metros, cada una se componía del lastre, que buscaba fondo (una buena piedra), cincuenta metros de cuerda que podía contener unos treinta anzuelos con veinte centímetros de sedal, dispuestos a metro y medio de uno a otro, el final de la cuerda estaba atado a una corcha de unos veinte centímetros de diámetro, pintada de color verde. Tirar cada cuerda llevaba media hora, pues había que cargar cada anzuelo con una lombriz, después, solo quedaba esperar toda la noche. A la mañana siguiente, al amanecer, La Ligera, ponía rumbo a los corchos flotantes, se enrollaba la cuerda y se pinchaban los anzuelos yermos bien alineados para futuros usos. Las capturas se desanzuelaban y en el poco agua que quedaba en el fondo de la barca, nadaban las resbaladizas anguilas, hasta que llegábamos a la orilla, donde finalmente se sacrificaban y limpiaban, descamisándolas para meterlas en agua y que su carne blanqueara mas. Esta pesca, daba tantos disgustos, como satisfacciones, pues muchos días las cuerdas salían limpias, como otros albergaban ocho o diez ejemplares (los menos). La verdad es que el entorno mandaba sobre los elementos, porque la cámara de tractor negra, también dio muchísimo juego a la chiquillería de la dehesa, tan divertido era su traslado por la carretera abandonada, como su disfrute dentro del agua, pero eso, lo contaremos en otro momento, sirva este relato, como homenaje a “La Ligera” y a sus remeros, siempre ocupando un cachito de mi corazón.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

La verdad es que cada día me gusta más leer tus historias, las leo con tal interés como si de un libro se tratara, me da pena cuando llego al final. Hoy leyendo lo de las cortinas recordaba mis veranos en el pueblo con nuetra pandilla, la de cosas parecidas que haciamos a las que cuentas, es una de las cosas por las que me gusta leerte, aunque las chicas eramos de otra manera pero a mi siempre me gustó hacer este tipo de cosas, aquí en Cáceres era distinto pero en.....era muy parecido a tus vivencias.
No te digo el pueblo porque me descubriría y quiero mantener mi anónimo.

Anónimo dijo...

Me gustan mucho tus relatos de la infancia, ya que me hacen recordar los míos, que aunque no tenía barca, nos divertíamos con cualquier cosa,(no como la generación de la PS) que solo se entretienen destruyendo ciudades y reventando coches.
Sigue contándonos historias de ese tipo, aunque hay gente que no le gusta recordar,(seguro que conoces alguna).
Un saludo
TABURETE

Anónimo dijo...

Uno llega a la conclusión, triste para uno, para otros no tanto, que el tiempo pasa con unas prisas que dejan lugar a la nostalgia. Rozas el lado mas cercano a esa conclusion con los escritos que nos dejas en cada entrada de este blog.

Bola.

Anónimo dijo...

Bueno aunque me confundes con alguien que no soy, decirte que me ha gustado mucho lo que has escrito.
Mer

Anónimo dijo...

bien podias haberme invitado ,lo que describes es guai del paraguai

BIENVENIDOS A DEPORTES DE CAMPO

El regreso a nuestros origenes, la pasión por la naturaleza.