domingo, 8 de junio de 2008

DE EXCURSION CON LA CANSINA

Ahora que llega el calor, quiero contaros una de esas historias ambientadas en nuestros campos de Extremadura. Infinitas llanuras que albergan masas de agua rodeadas de pastizales tostados por el sol, coloristas dunas de paja amarilla que invaden el paisaje con el contraste de cielos borrascosos de tormentas de verano, casi negros, con el enfoque de la luz que proyecta sobre ellos, el sol que se cuela en el atardecer estival. Cuando yo moceaba, en la calle había más de veinte chiquillos, que por aquellos entonces, la inmensa mayoría no disfrutábamos de veraneo. La primera vez que yo conocí el mar, quizás pasara los trece años, por lo tanto, en la calle casi siempre, estábamos la panda al cien por cien, aun cuando, en algunas ocasiones, igual que ocurre en las clases, puede que alguno falte, bien por enfermedad, baja por accidente o simplemente porque teníamos impuesto algún castigo, o alguna tarea que cumplir. Como iba diciendo, una de esas tardes exentas de ocupaciones, nos juntamos una buena panda alrededor de uno de los dos kiosco que había junto al Perejil, solamente unos cuantos, eran propietarios de bicicletas, el resto teníamos bastante con dar una vuelta en ellas de vez en cuando, o desplazarnos en la incomoda barra, en la cual poníamos un jersey doblado para amortiguar. También podíamos ir sentados en el manillar, o si eran desplazamientos cortos, subidos en las mariposas de la rueda trasera. Solamente, dos o tres tenían transportin sobre la rueda trasera, lujo para el ocupante afortunado de ese asiento. Los desplazamientos que realizábamos normalmente no eran muy largos, pero aquel verano se amplió nuestros horizontes. Recuerdo que no había, ni mucho menos, los coches que hay hoy, y la verdad, los que circulaban, lo hacían muchísimo mas despacio, las calles eran territorio de la chiquillería y los conductores lo sabían, por lo tanto, resultaba muy fácil circular por las calles en cualquier dirección, sin el peligro que hoy representa, simplemente por la gran cantidad de vehículos que se han apoderado de nuestra ciudad. Había un artista de las dos ruedas, que podía llevar subidos en la bici a cuatro zagales y con el, cinco, uno en el manillar, otro en la barra, otro en el sillín, otro en las mariposas traseras y el de pie sobre los pedales, una verdadera atracción de circo, que alguna vez los osados funambulistas daban con sus huesos en el duro asfalto, pero no pasaba nada, piteras, moratones, postillones varios… heridas de guerra y un sin fin de agresiones corporales que se atendían en la fuente mas cercana y se tapaban (si se podía), para que no fueran premiados con unos azotes de regalo al llegar a casa. Aquella tarde, todas las bicicletas llevaban su respectivo paquete, los mayores de la pandilla, conocían un lugar llamado “los charcos del Guadiloba”, donde decían que se pescaba, se bañaban y que no estaba muy lejos. Por supuesto, si hubiera pedido permiso, habría sido denegado de momento, pero es de esas veces que cuando dijeron el destino, ya nos encontrábamos pasando el río de “la madre”, en la carretera de Trujillo, en aquella época, nadie se tiro de la bici, ni dijo aquello de –BAJAME-, cualquiera, los chicos del viejo oeste, además de ser muy brutos, éramos muy machos. Bien sabe Dios, que fue una de esas veces, en la que te la juegas. Pero ya metidos en berengenales, lo mejor era disfrutar del paisaje. Con el calido viento bronceando aun mas nuestras renegridas mejillas, recorrimos un camino bastante ancho, que por entonces, sus márgenes formaban grandes rastrojos, abrasadoras extensiones en la tarde de verano, la polvareda delataba el paso de los jinetes del manillar de cuerna, los que daban pedales, corsarios de los trigales descansaban sus posaderas sobre sillines de cuero amortiguados con muelles, pero los grumetes iniciados en estas lides, deseábamos que se nos acabaran de arrancar nuestras pobres cachas en cada salto de piedrecillas o baches del camino. Una pendiente hizo que descendiéramos de los infernales hierros hendidos en nuestros pobres músculos traseros, el dar un paso era un reto casi imposible, que nosotros disimulábamos con sobrada lentitud de movimientos, mientras la sonrisa socarrona de los mayores lo decía todo. Coronado el puertecillo, nos entraban ganas de llorar cuando con una mano en el manillar y la otra señalando la mortífera barra, nos indicaban nuestro cruel destino. El mas avispado, se atrevió a decir al compañero que cambiaran el puesto, a lo que fue contestado radicalmente.: “¿Tu tienes bici?”, -no, contesto el desesperado grumete, “Pues cállate y monta, que cuando seas padre, comerás huevo”, para mas INRI, enfilo la cuesta abajo sin tocar el freno, la bicicleta volaba, mientras los demás tragando el polvo del primero reían el castigo a la osadía viendo botar de lado al lado del camino la cansina. Después de veinte minutos de camino, pudimos ver la frondosidad verde a lo lejos, como un puntito de color oscuro rodeado de encinas esparcidas en sus proximidades, según no acercábamos, el verde se hacia mas intenso, hasta el punto de llegar a una orilla de hierva fresca, que ensordecía con el croar de multitud de ranas. Los mayores de la pandilla que ya conocían el paraje, se despelotaron en un segundo y calmaron el sofoque del pedaleo en medio del charco. No hizo falta que nos animaran, chapoteamos durante un par de horas, por lo menos, en un charco de aguas estancadas pero limpias, que lo mas hondo nos cubría por el pecho, nos hacían bromas con culebrillas de agua que nos lanzaban para asustarnos, bromas que mas adelante haríamos a los grumetes que llevaríamos en la barra cuando nos regalaran nuestras propias bicicletas. La vuelta se emprendía con la emoción de haber conocido una nueva forma de esparcimiento, contentos por las vivencias aprendidas y sumamente contrariados por tener que aposentar de nuevo nuestras doloridas posaderas en la dura barra de la bicicleta. Cuando llegábamos a casa, andando con la dificultad propia del trance, a la pregunta de ¿Qué te pasa?, -no, es que me duelen las piernas. Teníamos que soportar la triste coletilla de: -Claro hijo, es porque estas creciendo.¡¡ JUA, JUA!!

3 comentarios:

Anónimo dijo...

eres un quejica,tener que poner un jersey en la barra para no hacerte daño,¡vamos!¡vamos! parece mentira que con lo que has publicado antes vengas ahora con tantas ñoñezes, pero de todas formas me ha gustado, sige así en tu línea ,vales para redactor de: DEPORTES DE CAMPO.te mantendré informado de las ultimas novedades.¿mantienes correo con tus lectores?

Anónimo dijo...

Unas historias increíbles y muy agradables de leer, que tiempos....., aún recuerdo un día de campo parecido al que cuentas donde mi hijo y otros dos mas iban en la bici en el pueblo (afortunadamente si en las ciudades no había coches imaginaros en los pueblos) y se quedaron sin frenos con la mala suerte que venía por la carretera el autobús del línea, gracias que decidieron torcer el manillar y no empotrarse contra el autobús pero fueron a parar contra unos zarzales, imaginaros como se pusieron y como llegaron a casa, hoy se lo cuento a mi nieto y le parece impensable que esas cosas pudieran ocurrir, claro está que cuando veraneamos en el pueblo también hacen sus fechorías pero nada igual a antaño

Anónimo dijo...

Nosotras éramos más pacificas que vosotros los chicos, pero también tengo mis vivencias en bici, recuerdo cuando íbamos de Baños a Hervás, cada una en la nuestra claro no como vosotros tantos en una, mi BH sin cambios, cualquiera lo hacía ahora, jajajaja, evidentemente ahora se puede hacer porque la autovía le ha quitado trafico, pero antes corríamos un riesgo claro está, porque ya circulaban bastantes coches por ella, pero era divertido, sobre todo en las cuestas cuando resoplábamos, jajajaja, la verdad es que supongo que cuando leemos lo que escribes, todos nos acordamos de lo que vivimos en esos años tan maravillosos donde nada nos preocupaba.
¿Hoy no dirás que he sido escueta no? Y eso que no tenía que decirte nada por equivocarte con toda tu alma, jajajaja.
Mer.

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El regreso a nuestros origenes, la pasión por la naturaleza.