
Quiero contaros las peripecias que en días como estos, inspiraban a los habitantes de la dehesa. Se antojaba necesario el cambio de hábitos, debido al acortamiento de horas solares, preparar la entrada del invierno y hacer mantenimiento de útiles guardados durante toda la época estival.
En el campo, siempre se madruga, adaptando la hora a la estación que toca vivir, después de despertar los sentidos, con un buen puñado a dos manos de agua palanganera atemperada con una noche al sereno, reacciona el cuerpo y la mente, devolviéndote al mundo real, alejando a Morfeo hasta mas ver, es entonces, cuando la clara visión nos regala el paisaje matutino de la neblina desprendiendo su manto sobre el río, en la profunda perspectiva del manso espejo, enmarcado por sus orillas peladas, pero al mismo tiempo abrigado por el frondoso Rivero, repleto de olivos, almendros, encinas y toda su fauna comenzando de nuevo. Es el momento en el cual se abren las caninas, de que manera, sentado junto a la gran chimenea, la Señora Maria, nos prepara un rico café de puchero, hecho en la lumbre y colado en manga, abrasador pero muy reconfortante, acompañado con leche, pan migado y dos cucharadas repletas de azúcar, nos atiza el gran tronco de encina, en un ademán propio de mujer entregada al agrado, se sienta en una banqueta junto a la estrébede, y comienza a repartir tareas, sin adjudicar ninguna de ellas a nadie en particular, queda dicho y automáticamente nos ponemos manos a la obra. Una escopeta de dos caños paralelos es desenfundada sobre una mesa, sentado sobre un madero, de forma pausada, comienza la limpieza de la herramienta, siguiendo un rito ancestral, para terminar poniendo una peseta en la salida del percutor, que será lanzada a las alturas cuando apriete el gatillo, en una comprobación final de que todo funciona perfectamente, mientras, otras dos manos expertas, rellenan cartuchos con un artilugio parecido a un torno, se enfundan en las cananas y todo esta listo para la practica del noble deporte de la caza, la imagen guardada en la retina, es de dos cazadores con la escopeta abierta sobre el hombro, agarrada por los caños, con la otra mano reposada al cinto, con los podencos por delante, alejándose en buscan su trofeo, dirección a “La Gigala”.
La leñera, nos espera, varios remolques vaciados al rebujón en anteriores , necesitan de la disciplina del zafarrancho, limpieza y orden se hacen necesarios en cada rincón, casi toda la mañana colocando en perfecto orden troncones, leños, ramas e incluso astillas, que posteriormente servirían para encender la chimenea. De vuelta, llegan los cazadores con la cuelga de dos conejos y tres perdices, depositada la caza en una mesa, dibujando un perfecto bodegón de Chardin , se desnudan de cananas y zurrón, nos reunimos junto a la tinaja del agua y por la misma taza de porcelana que reposa en la tapadera de madera, damos entre todos buena cuenta del liquido saciador de nuestras gargantas, los conejos, empiolados, quedaran colgados de un clavo junto a la puerta, dando tiempo a enfriar la carne para posteriormente quitarles la pellica y enviar a los fogones de nuestra cocinera, las perdices, se pelan con sumo cuidado, para no sacar su piel a zurrón, una vez limpias y tostadas para quitar los cañamones de las plumas mas pequeñas, se reunirían en la tinaja de manteca con otras compañeras, despensa natural de aquellos tiempos, los perros reciben su premio, ellos esperan como de costumbre detrás del postigo con impaciencia, unos mendrugos de pan duro, atrapados en el aire, resuenan en sus mandíbulas, roídos con voracidad, en un gesto de goloseo, mas que de hambre.
Llegada la hora de comer, sentados alrededor de la mesa, nos enfrentamos a un plato contundente, digno de hombres trabajados, estofado de conejo con patatas, hace las delicias de homínido y can, unos con la carne hasta rechupetear los huesos y los otros triturando y babeando los despojos, quedando igual de contentos unos y otros. Ya no es tiempo de siesta, con la barriga llena, dedicamos la tarde a recorrer la solana en pausado paseo, recogiendo los primeros espárragos que en esta zona comienzan a despuntar, no son muchos, pero suficientes para confeccionar la tortilla, que al atardecer, servirá de merienda-cena, antes de nuestro regreso a la ciudad, en la pronta oscuridad de la noche.